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  • Foto del escritorPepe Ramos

NUEVO RELATO FINALISTA

Hacía mucho tiempo que no publicaba nada en el blog, y tengo mis razones, pero no podía dejar de compartir con vosotros que he vuelto a ser finalista en un concurso literario, concretamente en el V certamen de relatos de terror de la Editorial Donbuk, pero no os tiréis de cabeza a comprarlo, que nunca lo habéis hecho, ya que está agotado, pero aquí os dejo el relato completo y la foto de la portada, espero que os guste. Besos y abrazos a repartir.

JUAN 11: 41-44


Caminaba despacio. No tenía prisa, lo que iba a ocurrir era inevitable, así que no merecía la pena ir rápido. Vestía completamente de negro, desde el sombreo de ala ancha que llevaba, hasta los zapatos pasando por el abrigo de cuero negro largo que le llegaba hasta los tobillos. Solo había un detalle que le molestaba y es que, para su gusto, el sol lucía en exceso. Sonrió, si algo le gustaba era anunciar su presencia a cada pueblo al que iba, así que sacando la mano del bolsillo chasqueó los dedos y poco a poco el cielo fue oscureciéndose, hasta que todo cuanto abarcaba la vista se llenó de unas nubes negras que no auguraban nada bueno. Volvió a sonreír, pronto habría tormenta, la más violenta que aquel pequeño pueblo habría visto nunca. Como señal de llegada, aquella era la mejor.


En el pueblo, al que la rapidez con la que la oscuridad lo estaba invadiendo todo, la campana de la iglesia empezó a sonar, para congregar a la feligresía. No era la hora habitual de las misas, pero al parecer ese cielo negro era un presagio al que no estaban acostumbrados, y el cura parecía ser del mismo parecer, por eso tañía la campana, sabedor de que sus fieles eran tan supersticiosos como él. El mal presagio solo podía suponer que el maligno estaba cerca, eso solo se podía combatir de una manera, celebrando misa en el recinto más sagrado del lugar: la iglesia. No faltaría nadie, era un pueblo pequeño y todos tenían la misma fe, acudirían sin dudarlo.


En cuanto oyó el tañido sonrió con más ganas, nunca fallaba. Mejor, así estarían todos juntitos. Se regodeaba en su suerte. No había pisado todavía la localidad y sus habitantes ya temblaban de miedo, en cuanto lo vieran en acción no solo sentirían miedo, también sentirían terror. Se detuvo un instante olisqueando el cielo como una bestia salvaje y volvió a sonreír. Ese terror se podía oler si uno era capaz de saber a qué olía, y él podía y ese olor era el más gratificante de todos.


Las puertas de la iglesia se cerraron, en el interior todos los allí reunidos, el pueblo entero o casi, mostraban en sus rostros lo apesadumbrados que se encontraban. Miraban de un lado a otro con impaciencia, con nerviosismo sin posar en ningún momento la vista en un mismo lugar durante varios segundos. A través de los ventanales y de las vidrieras se podían ver los primeros relámpagos y a cada trueno los muros parecían temblar. Se santiguaron, no una ni dos, innumerables veces. El cura encendió el micrófono, aunque no era necesario ya que la acústica del templo era excepcional, pero quería dar énfasis a lo que tenía que contar.


En el mismo instante en el que el primer rayo cayó, el abrió la puerta. Nadie se giró para mirarlo tan abstraídos se encontraban, ni siquiera el cura. Ni las ráfagas de viento que se introdujeron en la iglesia en ese momento alteraron lo más mínimos a los feligreses. Se sentó en el último banco y se dispuso a escuchar lo que aquel hombrecillo calvo tenía que contar. El cura ajeno al hombre que había entrado continuaba con la homilía con la que estaba regando los oídos a lo allí reunidos, basada en Juan 11:41-44, el pasaje de la resurrección de Lázaro, dando a entender que la oscuridad en la que se encontraban era la muerte y que al igual que el personaje bíblico, esta desaparecería para dar paso a la resurrección a la vida, a luz del sol. En ese momento la voz del hombre vestido de negro se oyó con total claridad.

-Paparruchas.

-No sé quién es usted, pero no voy a consentir que en mi iglesia…

No pudo acabar la frase. La Biblia que estaba situada en el atril, flotaba en el aire, agitando sus hojas como movidas por un viento que allí dentro no existía, y de repente, a un chasquido de los dedos de aquel personaje, estalló en llamas y las cenizas cayeron sobre el suelo. Fue la señal para que todo el mundo se girase hacia aquel hombre que ya se levantaba y se dirigía hacia el púlpito donde el cura palidecía por momentos.

-Paparruchas- volvió a decir, en esta ocasión a escasos centímetros del altar.

Se giró y miró a los congregados. Todos tenían el miedo dibujado en sus caras. Sonrió, aquello cada vez le gustaba más. El cura intentó detenerlo, diciendo que no se podía hacer eso en su iglesia, y fue lo último que hizo. Su cuerpo salió despedido y se empotró contra la pared del fondo, con los brazos extendidos, como una caricatura de la imagen del crucificado que se encontraba cerca. Tan incrustado se encontraba que no se pensaría que formaba parte del muro, sino fuera por la sangre que empezaba a manarle y corría por la blancura de este.

Como un resorte todos los feligrese empezaron a correr, a gritar a intentar alcanzar la puerta que consideraban de su salvación antes que aquel hombre desconocido pudiese hacerles algo a ellos, pero no lo lograron, cada uno de ellos fue izado por un cable invisible, colocándolos de nuevo en los asientos que ocupaban y por mucho que quisieran no podrían moverse, una fuerza desconocida los mantenía pegados a sus bancos, mientras que sus ojos abiertos de par en par no parpadeaban y estaban fijos en el hombre que se movía con lentitud, cerca del altar.

-Ese relato de la resurrección es muy bonito, ¡oh sí!- dijo- pero hay otra parte de esa historia que no os contado y que, sin embargo, es más importante que lo que conocéis. Tiene sus consecuencias, terribles. Por cierto, no me he presentado, me llamo Lazarus, aunque en ese pasaje me llaman Lázaro. Sí soy yo, el mismo que aparece en esa historia, el mismo que venció a la muerte y volvió a la vida.

En ese instante cinco de los allí presentes fueron lanzados hacia arriba, a un gesto de Lázaro uno de ellos empezó a devorarse a sí mismo, otro empezó a despellejarse, en tiras desde la cabeza y fue bajando. Ninguno gritaba. Con otro gesto de aquel hombre ataviado de negro, un cuchillo salido de no se sabía dónde, de un tamaño descomunal y moviéndose a una velocidad vertiginosa, empezó a trocear a otro de aquellos cuerpos que levitaban. Cuando sus trozos, no más grandes que una moneda cayeron al suelo, todavía se movían, no habían tenido tiempo de asimilar que ya solo eran carne muerta. Los otros dos que quedaban fueron chocando entre sí cada vez con más virulencia.

-Vencer a la muerte tiene sus cosas buenas- seguía diciendo Lázaro- hasta que ves que todos tus familiares y amigos mueren y solo quedas tu. Entonces te das cuenta de que hay algo mucho mejor que vivir eternamente: matar eternamente. Solo así recuperas un poco, la alegría de la vida. Y eso es lo que hago, matar, sin mirar a quién o cómo. Disfruto con cada una de esas muertes. Vosotros -dijo señalando a los que permanecían sentados- vais a ser más afortunados que ellos -dijo señalando hacia arriba- vuestra muerte será menos dolorosa.

Se encaminó hacia la puerta que, al acercarse, explotó hacia afuera, en ese momento todos los hombres, mujeres y niños allí reunidos, ardían y se consumían. Lázaro les había engañado, todos iban a tener un muerte terrible y dolorosa. La tormenta estaba en su máximo apogeo y sonrió. Cruzó el umbral y se sentó en el primer escalón. Una de las puertas se había estrellado contra el edificio de enfrente, la otra había partido por la mitad a Peter, el único habitante que no había acudido a la iglesia y que se guarecía como podía de la lluvia bajo una marquesina de autobús. Nadie podía quedar con vida. En la cabeza de Lazarus resonaron unas palabras que más de 2000 años antes le dijera Jesús: “Levántate y anda”, sonrió y eso fue lo que hizo, levantarse y andar. Los cristales de la iglesia implosionaron y el agua empezó a entrar por el hueco que habían dejado en las paredes. Con las manos en los bolsillos, Lázaro proseguía su camino, sin mirar atrás, sin remordimientos.

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