Consiste en subir un relato cada día. Hoy el primero, besos y abrazos a repartir.
MUERTE EN EL MUSEO
Esa noche la ronda de vigilancia se estaba desarrollando con normalidad, como era lo lógico. Por la mañana el museo había permanecido abierto al público y sus visitantes pudieron recorrerlo y disfrutar de la belleza de algunas piezas únicas, entre ellas el León Ibérico de Nueva Carteya o la Afrodita Agachada o el Mosaico de las Cuatro Estaciones. Y aunque la mayoría de la gente suele permanecer en un silencio relativo mientras recorren los pasillos y patios del museo, siempre queda ese murmullo, ese sonido medio en susurros que era una constatación de la presencia humana en aquel recinto. Pero ahora, cuando el reloj marcaba la una de la mañana, el silencio era sepulcral, roto tan sólo por el sonido de sus pasos al caminar. Se encontraba recorriendo uno de los patios dedicados a la cultura romana, cuando un escalofrío recorrió su espalda: había oído algo. No era un sonido que formase parte de los elementos habituales de la noche, era algo que no le resultaba familiar. Se detuvo y escuchó atentamente. Y al cabo de unos segundos obtuvo la respuesta, algo se había movido a su espalda. Se giró, con la linterna en una mano e intentó permanecer sereno, pero su voz, trabada por los nervios le delataba:
—¿Quién anda ahí?— preguntó.
No obtuvo respuesta. Por un instante pensó que todo había sido producto de su imaginación enfermiza, acostumbrada a las novelas de Stephen King y a las series de televisión tipo Expediente X. Pero las gotas de sudor frío que recorrían su espalda en aquel momento eran prueba más que suficiente para él de que algo no iba bien. Sin quererlo dejó que el miedo empezase a tomar las riendas, y eso no podía ser bueno. Pero por más que enfocaba su linterna en todas direcciones, nada encontraba.
—¿Quién anda ahí?— volvió a preguntar. Y aunque intentó que su voz sonara serena, no lo consiguió.
Y entonces notó que algo le rozaba y la linterna se le cayó de las manos y rodó por el patio. Se empezaba a poner realmente nervioso y le costó mucho trabajo encontrar la linterna que, a pesar de todo, seguía enfocando una de las paredes y era claramente visible. Cuando por fin la tuvo en sus manos se apoyó en una de las columnas que rodeaban el patio y enfocó la linterna hacia adelante, empuñándola como si de una pistola se tratase y esta vez dijo casi gritando:
—¿Quién anda ahí?
Como única respuesta solo obtuvo el sonido de algo que rasgaba el viento y ante sus ojos apareció una figura que le resultaba familiar: el hermafrodita de bronce. No podía ser cierto, tenía que ser fruto de su imaginación y enfocó la linterna hacia la figura que lentamente se acercaba. Abrió los ojos de manera desmesurada: la luz no lo atravesaba era algo real, algo tangible, algo corpóreo. No supo si gritar o si arrojar la linterna e incorporarse y salir corriendo.
Pero no tuvo tiempo de hacer nada de todo eso puesto que la figura se acercó a él, y con una mano gélida como la muerte, salida de no sabía dónde porque aquella figura no tenía brazos, le arrancó la linterna de las manos y le obligó a mirarle a los ojos. Lo que vio en aquellos ojos nunca se supo. Al día siguiente, poco antes de abrir el museo, encontraron su cadáver y la expresión de su rostro era la viva imagen del miedo más aterrador, la mirada vacía y la boca con una mueca atroz reflejaban todo el pánico que un hombre puede soportar. Al fondo en una sala colocado sobre su pedestal una figura de bronce sonreía mientras en su interior un alma en pena suplicaba por su liberación.
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