LA PROFECÍA
El día amenazaba lluvia, los caballeros de Zohan estaban preparados para la batalla, la profecía escrita hace varios milenios estaba a punto de cumplirse, y la historia del reino iba a ser reescrita. A lo lejos se veía venir más gente, todos querían formar parte del día más importante de sus vidas, pero tenían que permanecer escondidos, ya que la batalla que se iba a celebrar, no era normal. No había otro ejército al que enfrentarse, no había soldados a los que matar ni hombres a los que destruir. Según la profecía, tenían que batirse contra Morimer, el rey de los dragones, el último que quedaba de su especie, pero también el más grande, aterrador y despiadado de ellos.
La profecía decía que el día en el que el último dragón fuese destruido, se abriría la guarida secreta, lugar donde se encontraba la piedra que podía devolver la luz del sol, las plantas volverían a crecer, los ríos volverían a correr, la vida regresaría a un reino que se moría. Los últimos años habían sido los más duros, la escasez de alimentos había provocado la huida masiva de los habitantes del reino, pero no tardaban en volver ya que no había lugar en el que refugiarse, no quedaba nada más allá de las fronteras, era el último reducto de lo que antaño había sido una zona próspera y llena de vitalidad. Todas las demás zonas habían sido arrasadas, aquellos que sobrevivieron, acabaron llegando al reino de Zohan, sabedores de que o la profecía se cumplía y volvía la esperanza, o morían todos, no había alternativa.
La única buena señal era la amenaza de lluvia, hacía lustros que no lo hacía, las cosechas cada vez eran más escasas y la hambruna había tomado la tierra. O los mataba aquel dragón, o lo haría el hambre. Puestos a elegir era mejor hacerlo luchando. Tenían fe ciega en la profecía, hasta ahora todo lo que los antiguos profetas habían anunciado se había cumplido y esta era la última de ellas. Con ella el libro se acababa. Nunca sabrían si es que los profetas no vieron más porque el mundo llegaba a su final, o porque destruyendo aquella pesadilla con alas que escupía fuego, empezaba un nuevo mundo. Querían aferrarse a lo segundo, pero sabían que lo primero era más probable.
Tenían un plan, o eso necesitaba creer. Las tropas de Zohan habían crecido con los soldados que quedaban de los condados vecinos, que aunque no eran numerosos, estaban bien preparados, pero todos ellos habían sucumbido ante Morimer, y su esperanza, su fe en la victoria, era escasa. Muchos habían perdido padres, madres, hijos, amigos, a casi todos ellos no les quedaba nada, por lo que no tenían nada que perder. Habían diseñado una ballesta especial, gigante, habían fabricado una flecha con acero purificado, el único que podía herir a los dragones, pero era tan escaso, que solo tenían una oportunidad, si no conseguían darle en el corazón a la primera, no habría más oportunidades, no había más flechas.
La historia se reescribiría en aquella colina, para bien o para mal. Poco a poco todos los hombres, mujeres y niños que quedaban en el reino habían llegado para presenciar el día en el que sus vidas tristes y grises eran sesgadas para siempre, o volvía el color y la alegría, con ellas una nueva esperanza, una nueva oportunidad de ser felices. Ya todo daba igual. Todos estaban en silencio, expectantes, las familias se cogían las manos, se abrazaban, si tenían que morir mejor hacerlo juntos, si tenían que vivir también.
A lo lejos empezaba a escucharse el batir de unas alas gigantescas tal era la envergadura de aquel monstruo que el viento que se formaba al moverlas, era similar al de los huracanes. Lo que el fuego que escupía no destruía, lo hacía la fuerza de aquellos vientos. Era el arma de guerra perfecta, indestructible o casi, eficaz y aterradora. A su paso todo era caos, muerte, destrucción. Poco a poco la familiar figura, o tal vez hubiese que decir la terrible figura que todos conocían empezaba a dibujarse entre las nubes. Las primeras gotas de lluvia empezaron a golpear la reseca tierra, señal de que el mundo se aferraba a la vida, de que la naturaleza no acepta la derrota tan fácilmente. A pesar de lo tenso de la situación, una tenue sonrisa se dibujaba en los rostros de aquellos fatigados y hastiados soldados.
El hombre encargado de manejar el artefacto con el que pensaban acabar con la vida del dragón era Haraxiel, y el plan era sencillo. Los soldados distraerían todo lo que pudiesen a Morimer, intentando dejar su corazón el más tiempo posible al descubierto para tener las máximas posibilidades de éxito en el disparo de la ballesta. O sea pocos segundos, ese era el margen que aquella abominación les iba a dejar. Era el todo o la nada, pero estaban tan desesperados que les daba igual. La figura cada vez se hacía más y más grande, y el viento que traía con él empezaba a agitar las ropas de los allí presentes, teniendo en cuenta que todavía se encontraba a algunas millas de distancia, la situación a era agónica. Algunos niños pequeños empezaban a llorar, mientras sus padres trataban de consolarlos sin conseguirlo. La esperanza se esfumaba y la muerte sonreía viendo lo cerca que estaba su victoria.
Las primeras oraciones empezaron a producirse, suplicando a los dioses que hasta ahora les había abandonado, para que les diese la victoria, o dejasen este mundo sin sufrimiento. Eran un solo corazón, latiendo al unísono, aferrándose a la esperanza de una flecha. Todo estaba en manos de Haraxiel. Los soldados cambiaron sus posiciones, situándose a modo de escudo protector alrededor de aquel hombre, con sus lanzas apuntando hacia los cielos, mientras los arqueros preparaban sus saetas, sabedores de que nada podían hacer si la bestia alada se abatía sobre ellos, su cuerpo las repelería como el agua al aceite. Las primeras columnas de fuego aparecían en las fosas nasales del dragón, el mundo se paralizó, el aire pareció congelarse, todos los ojos estaban puestos en la criatura que sin piedad se abalanzaba sobre ellos.
Las primeras saetas partieron a la orden del comandante, una lluvia de ellas golpeaba en pleno aire al dragón, a pesar de que todas impactaron, ni un solo rasguño sufrió. Harían falta mucho más que simples flechas para derribarlo. Una segunda andanada surcó los cielos con el mismo resultado que la primera. Entonces se produjo el momento tan ansiado por todos. Morimer detuvo su vuelo, se sitió sobre ellos extendiendo sus alas, señal inequívoca de que se preparaba para lanzar su mortífero ataque. Sería rápido, una sola ráfaga sería suficiente para provocar la aniquilación de todos, pero el pecho del dragón estaría expuesto durante unos segundos, tenía que ser suficiente, no habría otra oportunidad, Morimer no les daría una segunda.
La ballesta estaba tensada, la flecha de acero purificado estaba colocada, era el mejor tirador de todos, y le habían encomendado la que era la misión más importante de su vida. Desde el mismo instante en el que la silueta apareció en los cielos, ya tenía situado su objetivo en la mirilla. Ni la lluvia de saetas que sus compañeros acababan de lanzar, ni los movimientos de los soldados para protegerle le habían distraído. El sólo tenía una cosa que hacer y no pensaba defraudar a nadie. Desde su posición vio como la criatura se detenía, como extendía sus alas, casi podía oír los latidos de aquel corazón que le llamaba, que le indicaba el camino a seguir. En ese preciso instante Morimer echaba la cabeza hacia atrás, parecía tomar aire, pero simplemente preparaba el ataque. Era el momento, ahora o nunca.
Haraxiel apretó el gatillo y la flecha salió disparada. La respiración de todos se congeló. Los hombres, mujeres y niños empujaban con su mirada el proyectil, añadiendo la poca fuerza que les quedaba al mismo. La esperanza y la fe de todos ellos, cruzaba el aire y ya nada podían hacer. La última página de su historia estaba a punto de ser escrita, o tal vez la primera de una nueva. Morimer no era con era consciente de la amenaza que se cernía sobre él, tal vez porque había ninguneado a aquellos seres por los que lo único que sentía era un desprecio absoluto. Cuando vio la saeta era ya tarde, intentó cerrar las alas, mientras en su rostro el terror tomaba las riendas. Sabía que no era una flecha normal, había olido el metal sagrado, el único que podía acabar con su vida. La saeta atravesó las duras escamas exteriores como si fuesen mantequilla, y poco a poco fue desapareciendo en las entrañas se la bestia.
Durante unos segundos no ocurrió nada, a pesar de que todos habían visto como alcanzaba el blanco, por un instante pensaron que todo acababa ahí, que sus esperanzas y sus ilusiones morirían en aquella colina, que todo sueño llegaba a su final, y el de ellos expiraba ahí. Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Morimer empezó a agitarse, escupía fuego pero sin fuerza, se ahogaba, comenzó a girar sobre sí mismo, primero despacio, luego a mayor velocidad levantando con el aire todo cuanto se encontraba en su radio de acción. Los soldados empezaron a correr buscando un refugio al que acudir si no querían ser arrastrados por la fuerza de aquel vendaval, de aquel remolino en el que poco a poco Morimer estaba desapareciendo.
Lo que ocurrió a continuación fue tan repentino e inesperado que cuando los libros de historia lo tienen que narrar, no saben cómo explicarlo. El tornado fue girando sobre sí mismo a tal velocidad, que acabó siendo engullido por él mismo. En ese instante todo se llenó de una luz blanca tan intensa que tuvieron que cerrar los ojos. Al abrirlos, un mundo nuevo apareció ante ellos. El sol, al que llevaban sin ver desde hacía lustros, brillaba con intensidad, el verde de los campos era tan brillante, que cegaba, se escuchaba el canto de algunos pájaros y la lluvia, que a pesar de no haber nubes, que caía, era una bendición. Todo había acabado. En la montaña sagrada, en la cueva de las profecías, un nuevo libro empezaba a escribirse.