Perteneciente a mi primer libro de relatos "bocados de terror" publicado por la editorial Artgerust, espero que os guste.
PENSION: EL MOLINO
Llevaba toda la noche conduciendo y estaba cansado. La temperatura estaba bajando, demasiado rápido tal vez, para la época del año en la que se encontraban y tenía que reconocer que se había perdido. El paisaje empezaba a ser abrupto, seco, típico de La Mancha y la única compañía era el viento, que soplaba con fuerza, su coche y la carretera. El Tom-tom hacía ya un buen rato que había dejado de funcionar y no sabía a qué achacarlo, aunque había parado un par de veces para comprobar en el mapa de carreteras que siempre llevaba encima por si le fallaba el navegador, la ruta que llevaba, fue incapaz de descubrir un solo punto que tomar como referencia. No solía perderse y se estaba empezando a poner nervioso.
Giró levemente hacia la izquierda siguiendo el trazado que la carretera marcaba y su rostro se iluminó, un cartel indicaba que no se encontraba demasiado lejos de una pensión. Viendo la hora que era y que hacía mucho tiempo que se había perdido lo más prudente era parar, descansar y con la luz del nuevo día y la orientación del dueño de la pensión, podría reanudar la marcha por la mañana y tal vez encontrar el camino a casa. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro y notó como los músculos se relajaban y la tensión que llevaba producto de haberse perdido, desaparecía. Pero la carretera que tenía ante sí, además de estar poco iluminada, no mostraba indicios de que hubiese una pensión cerca. Solo se divisaban algunos molinos de viento a lo lejos, pero nada que se asemejase a algo en lo que poder pasar la noche. Entonces lo vio y no pudo dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. Ante él un cartel iluminado con antorchas indicaba que a 50 metros y en un desvío a la derecha de la carretera principal, en un camino de tierra, sin asfaltar y con signos de hacer siglos que no pasaba ningún vehículo por ahí, se encontraba la pensión “El molino”. No solo era sorprendente encontrarse con un cartel iluminado con antorchas en pleno siglo XXI, sino que el nombre de la pensión era absolutamente adecuado: aquello era un molino de viento.
Aparcó el coche junto al mismo y se sorprendió al encontrarse con un abrevadero y una cuadra, en la que se oía el relincho de varios caballos. Si aquello era una forma de atraer turismo en plan finca rural, estaba realmente conseguido, no solo por todo lo que rodeaba al molino, el cartel con antorchas, el abrevadero y la cuadra, sino por el propio molino en sí: era realmente antiguo y no tenía ni un solo destello de modernidad en sus paredes. Al menos pensó que pasaría una noche tranquila, alejado de la civilización, y por lo que veía a su alrededor, alejado de todo. Recorrió los pocos metros que le separaban de la entrada de aquella pensión-molino que fue como empezó a llamarle en su interior y cuando cruzó el umbral de la puerta una cara de absoluto asombro cruzó su semblante: al menos 15 personas se encontraban alrededor de unas 3 mesas, riendo y bebiendo. Pero eso no era lo increíble, lo extraordinario era que todo, las personas, los muebles, la iluminación e incluso el suelo parecían salidos de varios siglos atrás. De repente se hizo el silencio en el comedor, que efectivamente era lo que aquello parecía y todos se giraron a mirar a aquel hombre ataviado con traje, corbata y con un maletín en la mano que no encajaba para nada en aquel lugar. Fueron solo unos segundos pero pareció congelarse el tiempo y el espacio. Y con la misma rapidez, todo volvió a la normalidad, el ajetreo volvió a las mesas y la conversación llenó el silencio que instantes antes ocupaba todo el lugar. Un agradable olor, le llegó y como movido por un resorte, el estómago gruñó. Necesitaba comer algo y si lo que servían en aquel sitio sabía la mitad de bien de lo que olía, podría ser realmente una cena deliciosa.
Era increíble lo que la perspectiva podía hacer. Desde fuera nadie diría que en el interior de aquel molino hubiese un comedor de las dimensiones que este tenía, pero las pruebas decían lo contrario. Se encaminó al único mostrador que allí había y que era el que separaba el comedor de lo que parecía ser la cocina y que ejercía de bar y preguntó:
-¿Puede darme una habitación?
El hombre situado detrás del mostrador, ataviado con un sucio delantal y limpiando vasos y platos con un trapo aun más sucio, lo miró de arriba abajo y tras unos instantes de pausa dijo:
-Sólo tengo una libre, pero no es muy grande. Además estará de suerte puesto que hemos puesto paja nueva en el colchón y hemos cambiado las sábanas.
Aquello le sorprendió. Sin duda era la casa rural más original que había visto nunca y tomó nota mentalmente para recomendarla a amigos y familiares.
-La habitación, ¿tiene televisión? ¿Y cuarto de baño?
El hombre tras el mostrador le miró con un aire de absoluta incredulidad.
-¿Televisión, cuarto de baño? ¿Qué es eso?
Miró al posadero pensando que le estaba tomando el pelo, pero su cara reflejaba que no tenía ni idea. No intentó explicarle nada, tenía hambre y sueño, lo único que deseaba era que todo acabase cuanto antes.
-Pues me la quedo.
-¿Cenará primero?
-Sí.
-Siéntese le serviré un plato de sopa, con un poco de pan y un guiso de cerdo y verduras.
-Muchas gracias.
Se sentó en una mesa que había al fondo de la sala y que no estaba ocupada por nadie y casi al momento el posadero le sirvió un bol de sopa caliente y un plato con el guiso. No había cubiertos. Seguía pensando que como casa rural estaba genial, pero que se estaban pasando un poco con los detalles, pero daba igual, tenía que comer y se acostaría. Ya tendría tiempo de pensar en esos pequeños detalles.
El comedor seguía muy animado y aunque no alcanzaba a identificar de que hablaban sí que oía las risas de los comensales y los golpes que daban en la mesa con los vasos mientras se servían lo que parecía ser un vino peleón, porque más de uno de los presentes mostraba ya claros signos de embriaguez. De vez en cuando algún comensal se giraba y le miraba, seguramente haría algún comentario jocoso puesto que todos se echaban a reír, pero no le dio importancia. La sopa estaba deliciosa, el guiso excelente y no recordaba haber comido un pan tan extraordinario como el que estaba degustando. Esa era una de las cosas del turismo rural: que se comía mucho mejor que en la ciudad.
Cuando acabó, dejó el bol y el plato sobre la mesa y se limpió las manos en el mantel que la cubría y se encaminó de nuevo hacia el mostrador. Le pidió al posadero la llave de su habitación y cuando éste se la entregó se llevó una nueva sorpresa: era una llave enorme de hierro de esas que sólo se ven en los museos y que para lo único que podía servir era para abrirle la cabeza a alguien. No preguntó nada, la cogió y tras seguir las indicaciones del posadero, subió la escalera situada al fondo, justo enfrente de la mesa que él había ocupado para cenar, y entró en su habitación. Olía de forma extraña y no sabía a que achacarlo, pero tampoco tenía ganas de entrar en elucubraciones. Se desvistió, dejó el maletín y el traje sobre la única silla de madera que había en la habitación y se tumbó sobre la cama. Lo cierto es que el mobiliario era escaso: la cama, la silla y una desvencijada mesa de madera, con evidentes signos de carcoma. Nada más.
Desde su posición y a través de la única y sucia ventana podía ver el cielo y una sorprendente y espectacular luna llena de esas que solo se ven en las películas y que uno piensa que no es real. Contemplando esa belleza serena de la luna se durmió.
No supo cuanto tiempo llevaba durmiendo cuando algo le despertó. Se incorporó sobre el colchón de paja, sorprendentemente cómodo y contempló la belleza de la luna en todo su esplendor. Estaba majestuosa y su luz lo llenaba todo, pero ahí estaba de nuevo ese ruido que le había despertado. Se le erizó el vello de todo el cuerpo. Alguien estaba arañando su puerta. Y no era lo único que le ponía los pelos de punta. Fuera, aullando a esa luna más llena que nunca, había no uno, ni dos, sino una auténtica manada o al menos así lo hacía indicar el coro demencial de aullidos que le llegó. El miedo empezó a recorrerle todo el cuerpo. Se bajó de la cama y se asomó a la ventana. Aquello fue demasiado para él.
Lo que allí abajo había no eran lobos normales. O tal vez tendría que decir simplemente que no eran lobos. Los había visto claramente a la luz de la luna y a través de las aspas de un molino que giraban sin que soplase la más ligera brisa y aquello no lo eran. Solo Dios sabía que tipo de monstruos eran los que aullaban con toda su alma a la luna, si es que aquellas cosas podían tener alma. Y entonces un escalofrío recorrió su espalda al pensar en que extraño ser sería aquel que arañaba con frenesí la puerta de su habitación. El pánico se apoderó de él y dejó que tomara las riendas de su cuerpo. Se asomó de nuevo a la ventana y el pánico se convirtió en terror: aquellas cosas salidas de las más sórdidas y profundas pesadillas estaban escalando, con la sola ayuda de sus garras, las paredes del molino.
Instintivamente se echó hacia atrás hacia la seguridad de su habitación y pronto comprobó que era un acto que no servía absolutamente para nada. En aquella habitación no tenía ningún artilugio con el que defenderse de una manada sedienta de sangre y que no podía ser de este mundo. Entonces la puerta de la habitación se vino abajo y un aterrador ser, con un delantal sucio y harapiento, entraba y se abalanzaba sobre él mientras, como si de una coreografía se tratase, la ventana estallaba hacia dentro y un horrendo y putrefacto ejército cánido entraba y se arrojaba sobre él.
No tuvo tiempo ni de gritar. Su cuerpo fue desgarrado y desmembrado por una manada loca que no atendía a razones, porque no era la razón la que la gobernaba, sino la sed de sangre y el apetito. Duró poco. Y un coro de aullidos se elevó en el cielo manchego y saludó a la luna con su plateada y serena faz, más reluciente y llena que nunca.
Fuera se levantó un viento, seco, recio, fuerte, que se unió con su ulular a la cacofonía demoníaca y sobrenatural que salía del molino de viento. Y entonces todos sus hermanos, que habían permanecido quietos en la placidez de la calmada noche, saludaron a una moviendo sus aspas, acompasando con sus movimientos el ritmo que marcaba el viento. Era la forma que tenían aquellos silenciosos y casi olvidados molinos de saludar a la muerte y de decirle adiós a la vida que acababa de apagarse en el interior de uno de ellos.