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Foto del escritorPepe Ramos

Por Halloween un relato


Hoy comparto con vosotros un relato que aparece en mi libro Bocados de terror, no es especialmente terrorífico pero tiene su ecanto. Espero que os guste y recordad, besos y abrazos a repartir. Es un poco largo, así que sentaros y a disfrutar.


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LÍMITE 50 KILÓMETROS

Pocas calles, pocas tiendas, poca gente. Esa es la impresión que tuvo cuando entró en el pueblo. Era cierto que no era necesario ser un genio para ver la pequeñez del mismo, pues ésta resultaba evidente, pero en el fondo, todos tenemos siempre ese extraño anhelo de que quizás las cosas no son como realmente aparentan ser, y él pensó que posiblemente el pueblo tuviese otras avenidas que cruzase por la que circulaba y que era la principal, lo cual habría hecho que se expandiese en otras direcciones. Pero todo quedó en eso, en deseo. El pueblo consistía básicamente en la gran avenida por la que circulaba y que de hecho era la carretera que dividía al poblado en dos mitades, y unas pocas calles que cruzaban esa carretera a ambos lados y en número no mayor de 6 ó 7. El centro parecía ser una gran plaza circular y bien ajardinada que se divisaba a su izquierda. Y poco más. Bien es cierto que tampoco esperaba encontrarse gran cosa. Pero ese primer vistazo había servido para darse cuenta de que era un pueblo en expansión, próspero, ya que al final de la calle por la que circulaba se divisaba un edificio de viviendas en construcción, lo cual demostraba que la bonanza del pueblo era patente.

El motivo de su visita era meramente comercial. La empresa de productos alimentarios que él representaba, buscaba expandir el mercado por esta zona y por eso debía recorrer los pequeños pueblos que encontrase a su paso y ofrecer a los comerciantes de la zona, la amplia variedad de productos de su catálogo. Había escuchado que una de las razones de la expansión de aquella zona, era debida a la floreciente industria minera que parecía casi relegada al olvido, pero que los recientes descubrimientos de yacimientos de oro, por increíble que pareciese, había conseguido darle vida a esos rincones olvidados y perdidos entre las colinas. Tal era el auge que la zona estaba adquiriendo, que la avenida por la que circulaba, era de hecho una carretera de reciente construcción, que no hacía mucho era un simple camino de tierra, y que había sido realizada para facilitar el traslado del material que se extrajese de la mina y que comunicaba directamente con la gran ciudad, como llamaban por aquellas tierras a la urbe que divisaban bajo sus pies, allí en el valle. Ahora que se fijaba bien, y pensaba en eso, se daba cuenta de que todo el pueblo, o casi, era de reciente creación.

Llegó casi hasta la plazoleta y giró a la derecha hacia una de las pocas calles transversales y se detuvo, puso los intermitentes en posición de emergencia y descendió. Entró en el primer local que vio, una peluquería, y preguntó si podían indicarle algún sitio en el que poder pasar la noche, ya que no tenía previsto partir hasta el día siguiente por la tarde. Alguien, posiblemente un joven sentado, y que le daba ligeramente la espalda, esperando su turno mientras ojeaba un ejemplar atrasado de la revista Playboy, le indicó que dos calles más abajo, hacia la derecha, se encontraba la única pensión del pueblo y que estaba bastante bien, pues tenían buena comida y no era excesivamente cara. Salió agradeciendo la amabilidad mostrada y montó de nuevo en su vehículo. En el interior de la peluquería se comentaba la visita de cualquier forastero, puesto que no estaban acostumbrados a ellos, ya que salvo los magnates de la mina, no solía venir nadie por allí. Al pueblo prácticamente todos los que llegaban, se quedaban para trabajar y para vivir. Evidentemente se preguntaban cuánto tiempo se quedaría y a que podía dedicarse, porque no tenía aspecto de interesarse por algo relacionado con la minería.

No tuvo dificultades en encontrar la calle ni la pensión que le habían indicado, entre otras razones porque el cartel que colgaba de uno de los muros del edificio, indicaba claramente la misma. Aparcó el coche frente a la puerta de entrada y se apeó. Miró su reloj, eran las dos y cuarto de un soleado día de primavera y el sol caía con justicia sobre el pueblo. Observó el cielo, estaba de un azul límpido, sin nubes y tan sólo una ligera brisa soplaba, refrescando ligeramente el ambiente. “Bonito día para pasear después de comer, pensó”, y entró en la pensión. La recepción era simple, consistía en un sencillo mostrador de no mucho más de un metro de ancho entre la pared y el propio mostrador, y de dos sillones aparentemente muy confortables. La propietaria de la pensión, pensó Daniel que debía ser ella al verla ya que normalmente suelen ser los dueños quienes la atienden, era una mujer de unos 35 años, atractiva y que nada más verlo entrar mostró su más bella sonrisa, mientras le decía:

-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?

-Hola, buenas tardes, desearía una habitación, por favor.

-¿Con vistas a la calle?

-Si le soy sincero, me es indiferente, sólo es para esta noche, y lo único que quiero es un sitio para descansar- dijo devolviéndole la sonrisa.

-De acuerdo- dijo a su vez ella- aquí tiene la llave de la número tres, al fondo del pasillo. Es la mejor de todas ¿sabe? La cena se servirá a las nueve en punto, y lamento decirle que a partir de las dos de la tarde no se sirven ya las comidas. El comedor está situado al fondo de este pasillo, a la izquierda.

-Gracias, le aseguro que no me olvidaré.

Miró a la recepcionista, sonrió una vez más y se encaminó a su habitación. Al abrir la puerta, constató que los comentarios que le hicieron en la peluquería eran ciertos, era una habitación ordenada, amplia y olía a limpio. Cerró la puerta y se sentó en el único sillón de la estancia.

››››

Después de comerse un bocadillo en uno de los numerosos bares que había en el pueblo, a pesar del pequeño tamaño del mismo, decidió dar un paseo y estirar un poco las piernas. Antes de bajar a comer, se aseó un poco y dejo su escaso equipaje bien ordenado. Continuaba haciendo un día precioso, con un calor que se hacía notar a pesar de que el verano, aún estaba algo lejano, y sería una bonita forma de hacer la digestión disfrutando de un bonito paseo, bajo un sol que golpeaba con fuerza.

Los alrededores del pueblo contrastaban grandemente con el paisaje que podía verse unos kilómetros antes del mismo. Aunque no se podía decir que fuera una zona abundante en vegetación, había varios arbustos autóctonos, algunos matorrales, y a medida que la ladera de la montaña se iba empinando, la flora iba cambiando paulatinamente. La carretera por la cual paseaba era de hecho la prolongación de la avenida del pueblo, que continuaba a lo largo de varios kilómetros por lo que parecía un paraje desierto; la única población en muchos kilómetros a la redonda era en la que se encontraba. Y quedaba demostrado que la única finalidad de aquella carretera era la de unir el pueblo, con la zona industrial de la ciudad, y la mina. Tras varios minutos de marcha, se sentó en una gran roca al borde de la carretera y miró el paisaje que le rodeaba. Al fondo, en el valle, se divisaba la ciudad, a unos 30 kilómetros, y posiblemente si el día no hubiese estado tan despejado, no se habría podido divisar. Se respiraba tranquilidad y el paisaje podría decirse que era bucólico, ya que sólo se veía la vegetación circundante, el pueblo que había dejado a su izquierda, y la ciudad al fondo. El sonido de un pajarillo cercano llegó a sus oídos, y Daniel se reclinó hacia atrás, sus manos cruzadas tras la nuca y se apoyó en el muro natural que bordeaba la carretera. Respiró hondo y se llenó los pulmones de aire, era agradable poder respirarlo fresco, sobre todo para alguien acostumbrado al contaminado y enviciado de la ciudad.

De repente aguzó la vista. A la entrada del pueblo que se divisaba perfectamente desde la roca en la que se encontraba y que distaba no más de dos kilómetros desde la posición en la que se hallaba, divisó un gran camión que se acercaba. Aunque no podía distinguirlo con claridad, parecía el típico camión del Ministerio de Obras Públicas, que son claramente identificables, y aunque no tenía por qué sorprenderse por la presencia del camión, un ligero escalofrío le recorrió la espalda. En ese preciso instante no corría ni siquiera una ligera brisa, entonces ¿cómo podía sentir ese frío? ¿Era desazón, angustia? ¿Por qué? No lo sabía, pero por más que miraba aquel camión y veía su piel de gallina, algo en su fuero interno, le decía que alguna cosa no iba bien. Se levantó y con esa sensación en su corazón emprendió el viaje de regreso al pueblo, necesitaba saber, aunque pareciese una tontería, que era exactamente aquel vehículo. Caminaba con paso ligero, sin motivo aparente, no tenía necesidad de correr, pero aquello era superior a sus fuerzas. Se detuvo en algunas ocasiones obligándose a sí mismo a no ir tan rápido, a respirar tranquilamente y a ralentizar el paso, pero era imposible, sentía la necesidad de llegar lo antes posible a la entrada del pueblo y sus pies estaban decididos a ello. Tuvo que resignarse a seguir caminando al ritmo que inconscientemente estaba marcando, mientras llevaba la cabeza inclinada, y extraños y oscuros pensamientos cruzaban su mente, sin saber muy bien por qué.

Cuando finalmente llegó, pudo comprobar con cierta desilusión que el camión ya se había ido por el mismo camino por el que había llegado. Sea lo que fuese lo que le había llevado allí, lo realizó con rapidez. Paseó por las calles, pero nada extraño observó en ellas, ni nada que un camión de obras públicas pudiera haber hecho allí. En un momento de ese paseo, al pasar junto a un banco donde dos ancianos estaban charlando, pudo escuchar que finalmente el gobierno se había dado cuenta de la importancia de aquel lugar, ya que por fin habían colocado la señal de limitación de velocidad a la entrada del mismo y eso hacía más seguro el cruzar la carretera. Testigo era la señal de 50 kilómetros de velocidad máxima, así dejaba de ser una carretera más al darse cuenta de que aquello formaba parte del municipio, era una calle más. Eso ayudaría a que hubiese menos accidentes. Al escuchar a los dos ancianos se dio cuenta de que además de esa señal a la entrada, habían colocado alguna más sobre la calle por la que él estaba y en algunos lugares más sobre la propia carretera.

Sin embargo seguía notando una inquietud y un velo de intranquilidad en su corazón. Sonrió. ¿Qué le estaba pasando? No había nada extraño en unas señales de tráfico y sin embargo no sabía por qué pero en su interior, en su alma notaba una extraña presencia como si algo invisible le amenazase. “Estoy demasiado acostumbrado a los relatos de terror, y eso me está volviendo paranoico”, se dijo a sí mismo mientras se forzaba a dibujar una sonrisa en su rostro. Decidió dejar de pensar en el camión, en su estado interior, ni en nada que pudiese perturbarle, y se dirigió a la pensión a buscar su catálogo de productos y empezar la rueda de visitas que tenía que hacer a los comerciantes del lugar, y a eso dedicó la tarde hasta la hora de la cena: intentar conseguir clientes para su cartera y justificar de alguna manera los gastos que su empresa le estaba pagando por desplazarse hasta aquí.

››››

No podía conciliar el sueño. Hacía dos horas que se había metido en la cama y no podía dormir, y necesitaba hacerlo puesto que al día siguiente le esperaba un largo camino de vuelta, ya que su misión comercial en el pueblo había acabado y bastante bien: casi todos los comercios del pueblo se interesaron por sus productos. Se tocó la frente: ¿era fiebre lo qué tenía o simplemente es que la noche estaba siendo calurosa? Lo único cierto es que estaba ardiendo, se sentía debilitado y no podía dormir. Tenía náuseas, y se encontraba ligeramente mareado. ¿Le habrían sentado mal los champiñones salteados de la cena? ¿La trucha no estaba suficientemente fresca? Podría ser, pero estaba convencido de que no se trataba ni de una indigestión ni de una contaminación alimentaria, si no de otra cosa.

Decidió levantarse e ir a dar una vuelta a pesar de la hora que era, para ver si de esa forma le volvía el sueño y las ganas de dormir. Se vistió y salió de su habitación. La recepcionista lo miró cuando pasó a su lado, sorprendida puesto que eran casi la una de la mañana y en breve ella se iría a dormir. Tenía la costumbre de atender la recepción hasta bien entrada la madrugada. Nunca perdía la esperanza de que algún viajero necesitase pasar una noche en el pueblo y ella estaba dispuesta a no cerrar. Le preguntó:

-¿No puede dormir?

-La verdad es que no. No me encuentro muy bien, no sé si es que me ha sentado mal la cena o es que hace demasiado calor…

-¿Calor? Pero si fuera hace fresco, se estaba escuchando el rumor del viento, y la temperatura ha bajado bastante, algo que tampoco es muy normal. Aunque le tengo que confesar que yo también me encuentro algo cansada, y un poco mareada.

-Entonces lo entiendo menos…

-Si cree que dando una vuelta se sentirá mejor, no dude en hacerlo, pero abríguese un poco, se sorprendería del fresco que corre por ahí fuera. Además solo lleva esa camisa y pasará frío- acompañó la frase con una larga y hermosa sonrisa.

-Gracias por preocuparse, pero estoy acostumbrado al frío- también lo acompañó con una sonrisa- y usted debería acostarse y descansar, a ver si se siente mejor.

Ambos se miraron durante un breve instante, y finalmente Daniel salió a la calle. El choque que recibió por el cambio de temperatura fue extraordinario. Fuera no hacía fresco: hacía frío. O al menos esa era la sensación que tuvo nada más salir al exterior. El cielo se había cubierto de nubes y presentaba un aspecto amenazador, como si en cualquier momento fuese a descargar una tormenta monumental.

El viento soplaba con fuerza y los papeles del suelo se agitaban y se removían. Miró a izquierda y derecha solo por costumbre, porque era realmente difícil que vehículo alguno circulase por aquellos lares a esas horas. De hecho no había ni coches, ni personas, estaba solo.

Con paso vacilante y algo ligero por culpa del aire que empezaba a golpearle la cara, se encaminó hacia el lugar que parecía ser el nervio principal del pueblo, la carretera que lo cruzaba. En ella el viento soplaba con más fuerza, tal vez porque la carretera estaba totalmente despejada y no contaba con el abrigo o protección de los edificios.

Caminó un rato hasta que llegó a lo que eran los límites del pueblo, y contempló una vez más la carretera por donde había llegado hacía apenas unas horas, y por la que se marcharía dentro de unas horas también. Se detuvo contemplando la belleza nocturna del paisaje. A lo lejos se divisaban las luces de la ciudad, que en aquella noche cerrada y oscura, parecía purpurina derramada sobre un lienzo negro. Y de repente se estremeció, no era por el frío precisamente.

Sus pies notaban un ligero temblor ¿o tal vez era fruto de su imaginación? Pero no, ahí estaba de nuevo, era una breve sacudida, y otra más. Aquellos espasmos ligerísimos se producían de manera rítmica, como si… como si de un corazón se tratase. Eso es lo que notaba: latidos. Se asustó. ¿Qué podía latir con semejante fuerza y provocar esos temblores en el suelo? O peor aún, ¿estaba escuchando los latidos del pueblo? ¿Acaso puede un pueblo tener vida propia?

Oyó su propia sonrisa sarcástica. La paranoia le estaba empezando a afectar. Siempre había tenido imaginación pero lo que acababa de cruzar por su mente era demasiado. ¿Sería fruto de la falta de sueño? No podía decirlo con seguridad, pero lo que era real, lo que era AUTENTICAMENTE real, era ese constante y ligero temblor que notaba incesantemente sin parar. Decidió que ya estaba bien de sorpresas por esta noche y que lo mejor sería intentar dormir aunque estaba seguro de que no lo lograría. Mientras regresaba, intentaba razonar con su mente analítica que no dejaba resquicios para cosas extrañas, lo que estaba pasando, o sería mejor decir lo que creía que estaba pasando, porque interiormente él seguía creyendo que todo era una pesadilla, un mal sueño, producido por la falta de descanso. Cuando entró por la puerta de la pensión, la temperatura parecía que había subido ligeramente y constató que la recepcionista le había hecho caso y se había ido a descansar. No durmió todo lo bien que hubiese deseado y no hubo necesidad de que el despertador sonase a las nueve de la mañana, se levantó solo.

››››

Eran las doce de la mañana cuando montaba en su coche y abandonaba el pueblo. Su trabajo había acabado y no volvería si todo iba bien, hasta bien entrado el otoño, para renovar los contratos firmados. Ahora que miraba el poblado a través de los cristales de su vehículo, notaba que algo extraño había ocurrido en la vida de aquellas gentes, se notaba por su caminar cabizbajo, por la tristeza de sus ojos y sus rostros, que 24 horas antes, eran todo dicha y alegría. Giró a la derecha y fue cuando la vio. Era la famosa señal de limitación de velocidad que el camión de obras públicas colocó el día anterior. Se veía que era nueva, refulgía con un brillo intenso y sus colores eran hermosos y vivos. Daniel, que seguía con un velo de inquietud en su corazón, sintió la necesidad apremiante de apearse y de verla de cerca. Aquella señal le fascinaba, le atraía.

Estacionó el vehículo y se apeó. Los temblores que había notado la noche anterior, aquí eran más fuertes. “Así que no fue un sueño, fue real”, se dijo a sí mismo. Acercó la mano a la señal. Tenía unos colores intensos, se notaba que era nueva. El rojo era brillante, tan llamativo que parecía… SANGRE… “¡Dios mío!, se dijo, esto es sangre!” El olor cobrizo que le llegó cuando se acercó el dedo a la nariz lo confirmó. No olía a pintura. Acercó un poco más el dedo, pero lo tuvo que retirar con una mezcla de repulsión, de asco y de miedo: no estaba hecha de metal, parecía formada por un material gelatinoso blando, no podía definir que era. El simple hecho de pensarlo le estremeció y un escalofrío recorrió su cuerpo. “Tengo que salir de aquí cuanto antes, necesito dejar atrás esta locura…”

Montó de nuevo en su coche. Su cabeza volvía una y otra vez sobre aquella señal, era como si estuviese viva, como si tuviese energía propia o algo que le hiciese vibrar, latir. Frenó en seco. Eso era, aquella señal latía. “Entonces eso es lo que yo notaba anoche, los latidos de esa cosa, o más bien…” La idea que acababa de cruzar por su mente era demasiado demencial para que fuese cierta: la señal estaba drenando la vida del pueblo. Intentó desecharla, pero tenía demasiada consistencia para alejarlo de sus pensamientos. Aceleró, tenía que alejarse de allí lo antes posible, lo más rápidamente que pudiera, para no caer en las redes de la locura.

››››

Las primeras hojas del otoño empezaban a caer. El hombre del tiempo había anunciado lluvias en toda la zona y por un momento Daniel pensó que también era una desgracia que el único día que tenía que coger el coche en lo que llevaban de mes, fuese el día elegido para llover.

-Ten cuidado, por favor- le suplicó Marta, administrativa de la empresa, que le acompañaba hasta la puerta mientras llevaba debajo del brazo varios documentos y facturas para archivar.

-Lo tendré, te lo prometo- le contestó mientras sonreía abiertamente.

Salió por la puerta del edificio en cuya fachada se podía leer “Matas, conservas y pastas S.A.”, y se encaminó hacia el aparcamiento de la empresa. Tenía que volver a San Antonio del Monte, el pueblo del que hacía más de 6 meses se había ido con aquella terrible sensación de ahogo, de angustia, de pánico. Aunque no había vuelto a pensar en aquella extraña experiencia ahora que tenía que volver por cuestiones comerciales nuevamente, sentía un extraño nudo en la garganta. Empezaba a sudar y a sentirse incómodo, extrañamente incómodo.

Suspiró, y tras decirse a sí mismo, para tranquilizarse, que no pasaba nada, que todo había sido un mal sueño, abrió la puerta del Seat León gris metalizado que le habían asignado y se sentó tras el volante. Quería convencerse de que todo había sido una alucinación, pero en el fondo de su alma sabía que todo era real, y que él había sido testigo de excepción. Metió la llave en el contacto y la giró. Arrancó suavemente y tras poner primera y girar a la derecha, se puso en camino hacia San Antonio del Monte.

La lluvia caía continuamente, bien es cierto que no era abundante, pero los limpiaparabrisas no habían dejado de funcionar. No fue un trayecto ajetreado, en parte por el poco tráfico que encontró. Ya solo le quedaban 25 metros, y tras la siguiente curva, entraría en San Antonio del Monte y fue entonces cuando se detuvo. El panorama que veía era desolador. Las nubes que le habían acompañado todo el día, aquí tenían un color tan oscuro, que parecía que la noche había caído sobre el pueblo y sólo eran las tres de la tarde. Miró en torno suyo, los árboles estaban desprovistos de hojas, cosa normal en otoño, pero estaban retorcidos, encorvados, arrugados, como si alguien los hubiese exprimido y secado. Nuevamente un escalofrío recorrió todo su cuerpo y le dieron ganas de montarse de nuevo en su coche, dar media vuelta y volver por donde había venido.

Sin embargo reanudó la marcha. Pasó por delante de donde había estado la última vez, junto a la señal que tanto le había sobresaltado, pero allí no había nada. Se detuvo nuevamente y descendió del vehículo. Por un instante se quedó quieto, contemplando el suelo e intentando sentir aquella especie de latido que oyó la última vez y aunque cerró los ojos, no notó ni sintió nada. Tan sólo había un agujero en el suelo, enorme por cierto, donde antes estuvo la señal, pero nada más. Se volvió a montar en el coche con la desilusión marcada en su rostro y por primera vez se fijó en el pueblo que tenía delante. No se parecía en nada a aquél que dejó seis meses atrás. La carretera por la que circulaba estaba sucia, había restos de basura por todas partes. Las fachadas se veían llenas de desconchones, necesitaban una buena mano de pintura, las ventanas una reparación urgente ya que se encontraban todas rotas y sin cristales. Aquello daba la imagen de ser un pueblo abandonado, fantasma, muerto.

Prosiguió avanzando lentamente hasta que llegó a la plaza que seis meses antes estuvo llena de vida y con arbustos bien cortados; ahora estaba abandonada, con los árboles por recortar y los bancos oxidados y descuidados. Era la imagen más triste de un pueblo que había visto en su vida. Decidió estacionar el coche y continuar andando. El edificio cuyas obras se habían iniciado, y que él había podido comprobar en su primera visita, presentaba ahora un aspecto de total abandono, las obras estaban detenidas y nunca se reanudarían. De hecho todo el pueblo entero presentaba ese abandono y esa tristeza, incluso el calor que sintió con la acogida que le hicieron, había desaparecido. Se dirigió hacia la posada y lo que vio le conmovió aún más: estaba prácticamente destruída, con la puerta fuera de sus goznes y llena de ruinas y cascotes.

-¿Qué ha pasado aquí?- se preguntó.

Empezó a recorrer las calles del pueblo intentando encontrar a alguien que pudiese darle una explicación coherente, plausible y creíble de lo que había ocurrido, pero allí no había nadie. Todo estaba desierto y abandonado.

-¡Dios mío! Aquí no hay nadie- dijo en voz alta.

-Se equivoca amigo.

Se giró asustado, aquella voz le había sobresaltado y sorprendido por completo, puesto que no esperaba encontrarse con nadie.

-Es evidente que aquí no hay nadie- dijo en un tono que quiso sonar firme, pero no lo consiguió.

-Estamos usted y yo.

-¿Qué ha pasado aquí? Esto era un pueblo próspero y lleno de vida hace tan solo seis meses y ahora… ¿me puede explicar qué sucedió, para que todo esté en ruinas, abandonado y no se vea gente por la calle?

-Hijo mío- dijo aquel hombre con tono cariñoso- si lo supiera no dude que se lo contaría…

-Entonces estamos empatados…

Aquel hombre le miró y dijo:

-Hijo mío- volvió a repetir- sé lo que ha pasado, lo que no sé es por qué.

-Intente explicármelo a ver si lo entiendo…

-Cómo usted ha dicho este era un pueblo próspero gracias a las minas que nos estaban dando riqueza y trabajo, no sólo a los habitantes del pueblo, si no a otros muchos que venían de fuera. Todo iba bien, pero como usted ha dicho, hace seis meses…

-¿Qué ocurrió?

-Vinieron unos hombres de Obras Públicas, al menos es lo que ponía en su camión, pero yo no me lo creo, no vestían como ellos.

-¿Qué quiere decir?

-Lucían trajes de un extraño color plateado y no se les podía ver las caras que estaban ocultas por unos no menos extraños cascos plateados que también lucían. Apenas cruzaron palabras con los aldeanos. Colocaron esas señales y luego se fueron. Pensamos que estábamos empezando a ser considerados un pueblo importante ya que por fin nuestros hijos y nietos podían cruzar la carretera sabiendo que los coches no podían correr en exceso al atravesarla, aunque, siendo sinceros no servía de mucho la limitación. Pero muchos pensaban que con esas señales estábamos al mismo nivel que otros pueblos que tienen indicaciones como esas, para que la gente pueda andar más tranquila. A partir de esa noche la gente empezó a sentir molestias, fiebres, vómitos, dolores de cabeza…

-Lo recuerdo. Yo estaba aquí cuando colocaron aquellas señales, y por la noche también me sentí mal, pero lo achaqué a la comida ingerida, pensando que tal vez estuviese en mal estado.

-Pues no. No sé si aquello tiene relación con lo que le ha pasado al pueblo o no, pero poco después se produjeron dos accidentes en las minas. Murieron casi setenta y cinco personas en ellos. Y cada día que pasaba la gente se encontraba más y más enferma y débil. Poco después se producía un tercer accidente que obligó a que cerrásemos las minas y eso provocó que el pueblo poco a poco se fuese vaciando y abandonando. Hasta hace tres días, la poca gente que quedaba se seguía encontrando mal, con vómitos, fiebre y malestar. Curiosamente hace tres días aquellos hombres volvieron…

-¿Los de Obras Públicas?

-Sí exactamente. Vinieron y se llevaron sus señales. Misteriosamente al día siguiente la gente empezó a encontrarse mejor. Mucho mejor.

-Entonces queda demostrado que tenían algo que ver con lo que le ha sucedido al pueblo, ¿no cree?

-Hijo mío, yo no sé si tenían relación o no, lo único que puedo afirmar es que el declive de San Antonio, coincidió con su llegada, y que ahora todo ha acabado.

-Tengo que confesarle una cosa Sr…

-Llámame viejo Sebastián, todos me llamaban así.

-De acuerdo, viejo Sebastián, tengo que hacerle una confesión. La tarde que esos hombres vinieron, yo sentí una extraña desazón y pasé mala noche, como le he dicho. Afortunadamente al día siguiente tuve que dejar el pueblo por asuntos comerciales a los que me dedico, pero lo que vi me impresionó para siempre, se lo aseguro.

-Joven, si me quiere contar algo sobre esa señal, no lo haga, porque lo que le voy a decir le va a dejar helado.

-¿Usted también notó temblores como si fueran latidos? Dígame que sí, que no fue una alucinación mía…

-¿Temblores? No, no recuerdo nada parecido.

-¿Tampoco tocó la señal? Yo lo hice y le aseguro que aquello no era metálico, y el rojo era sangre.

-¿Sabe lo que dijo el viejo Marcos que fue quién vio como sacaban la señal? Que cuando la arrancaron del suelo, tras ella, o mejor dicho, pegados a ella, salieron metros y metros de lo que parecían raíces, que aquello no parecía una señal, parecía un árbol. Nadie le hizo caso y todos se rieron de él, el viejo Marcos siempre estaba borracho, pero yo sí que le creí. ¿Sabe por qué?

-No.

-Porque en los cincuenta años que lo conozco, sólo ha estado sobrio dos días y uno de ellos fue ese.

Durante unos instantes nadie dijo nada. Daniel estaba asumiendo las increíbles declaraciones de aquel anciano. Y constatando que todo era cierto, que no había sido una alucinación. Finalmente preguntó:

-¿Qué ha sido de la señal?

-¿Ha oído hablar de San Lorenzo del Monte? Es un pueblo situado a unos sesenta kilómetros de aquí. También es minero y próspero, y también están en la montaña como nosotros. Cuentan que hace tres semanas un grupo de operarios de Obras Públicas llegó allí y colocaron señales de limitación de velocidad por todo el pueblo. Ayer hubo un accidente en las minas. Murieron cincuenta personas.

-¡Dios mío!

-En fin joven, me voy a descansar. Ya sabe que la gente de mi edad nos cansamos con facilidad, pero antes de irme, ¿le apetece una cerveza, o alguna otra cosa?

-No, muchas gracias, debo volver. Ya no hay nada que me retenga aquí.

-Como quiera. Buen viaje. No se fíe de los hombres de gris, ni de sus señales…- y acompañó la última frase con una amplia sonrisa.

Aquél fue el último recuerdo que Daniel se llevó de aquel pueblo muy a su pesar. Se montó en su coche, dio la vuelta a la plaza, saludó al anciano con la mano y enfiló de nuevo la carretera con destino a la ciudad, de donde nunca debió haber salido. Contemplaba de nuevo las ruinas en las que se había convertido aquel pequeño y encantador pueblo. Una idea le cruzó por la mente, tan descabellada como otras que tuvo, pensó: los pueblos tienen vida propia y a aquél alguien se la había absorbido, extirpado y dejando tras de sí aquel manojo de árboles arqueados y casas en ruinas. Ahora fuese lo que fuese, eso se encontraba en otro pueblo. Algo que se escapaba a todo entendimiento humano, estaba alimentándose de pequeños y acogedores pueblecillos como el que acababa de dejar.Puso la radio y una melodía triste sonó, mientras al contemplar el pueblo alejarse por el espejo retrovisor, unas lágrimas se escaparon y empezaron a rodar por sus mejillas. Tres horas después se cruzaba con un camión de Obras Públicas lleno de hombres vestidos de gris y con señales de tráfico que parecían burlarse de él cuando las miró.

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